El origen es un crimen sacrificial. El parricidio es el crimen principal y primordial. No hay posibilidad de un Yo sin crimen, un Yo-culpable incorpora la culpa y, simultáneamente, la transgresión. El sacrificio del padre para instaurar la Ley. ¿Y si sólo hubiese más que transgresión? ¿Y si habitamos un mundo donde esa Ley no logró fundarse? Quizá, la communitas, como la cosa pública, es inseparable de la nada, y tal vez nuestro fondo común es la nada de la cosa. Todos los relatos sobre el delito fundacional —crimen colectivo, asesinato ritual, sacrificio victimal—, explica el filósofo italiano Roberto Esposito, no hacen otra cosa que citar de una manera metafórica el delinquere —en el sentido técnico de “faltar”, “carecer”— que nos mantiene juntos. Continúa Esposito: “La grieta, el trauma, la laguna de la que provenimos: no el Origen, sino su ausencia, su retirada. El munus originario que nos constituye, y nos destituye, en nuestra finitud mortal”.[i]
En la novela del escritor mexicano Guillermo Arriaga, Salvar el fuego, galardonada con el Premio Alfaguara de novela 2020, el parricidio, quemar al padre, representa en parte el desencadenamiento original que ensambla y desensambla historias y narraciones, posibles e imposibles, emplazadas en un territorio llamado México. El norte del país y la Ciudad de México son escenarios topológicamente fronterizos, fácilmente explicados a través del capitalismo gore de Sayak Valencia,[ii] como cuando escribe Arriaga en la novela, para caracterizar al capitalismo global, que “la droga es de quien la trabaja”; pero también, en una especie de fase superior de la necropolítica, como política de la muerte, cárteles del narcotráfico, altas dosis de corrupción, lo que le sigue a la crueldad, pobreza y perversión.
Uno, legítimamente, podría todavía preguntar: ¿y la Ley? Esa también está, pero en su acceso mosaico como lex talionis,encontrando al semejante y darle un suplicio salvajemente idéntico al crimen cometido. En el mejor de los casos, la Ley está suspendida o espectralmente postergada. Si la novela de Arriaga tuviese “notas al pie de página”, el lugar de la Ley, más bien, estaría allí.
En Salvar el fuego, prima una maquinaria de la vida y la muerte; la psique, la cual podría equilibrar la vida y la muerte, se ve desbordada por la pulsión de muerte. Por momentos, los narradores y las brillantes capas narrativas en la trama elaborada por Arriaga, sólo dan cuenta de la inconmensurabilidad de esa pulsión. En este contexto, el escritor nos remite a una suerte de país paralelo desplazándose a otra velocidad, como el universo carcelario, regido por otras leyes, como si la distinción entre el anverso y el reverso del país ya no tuviera sentido. Salvar el fuego acontece en un hiato, el reverso se normaliza y el anverso se subsume en las profundidades de la crueldad. Para Arriaga, México fue equivocadamente adjetivado como surrealista, es un país hiperrealista, donde hasta los más mínimos detalles se magnifican: “un país con propensión a los extremos”.
Salvar el fuego es una narración sobre escribir, escribir y escribir como el primero y último recurso, para salvarse uno, para salvar al otro, para salvarnos de la barbarie. Dice José Cuauhtémoc Huiztlic, el personaje principal de la historia:
escribir para compartir, para confrontar, para provocar. Escribir para rebelarse. Escribir para reafirmarse. Escribir para no enloquecer. Escribir para apuñar. Para apuntalar. Para apurar. Escribir para no morir tanto. Escribir para aullar, para ladrar, para tirar tarascadas, para gruñir. Escribir para provocar heridas. Escribir para sanar. Escribir para expulsar, para depurar. Escribir como antiséptico, como antibiótico, como antígeno. Escribir como veneno, como ponzoña, como toxina. Escribir para acercarse. Escribir para alejarse. Escribir para descubrir. Escribir para perderse. Escribir para encontrarse. Escribir para luchar. Escribir para rendirse. Escribir para vencer. Escribir para sumergirse. Escribir para salir a flote. Escribir para no naufragar. Escribir para el naufragio. Escribir para el náufrago.[iii]
En efecto, cuando la socialidad se ha caído a pedazos, escribir es escribirle al otro, y con el otro hay al menos dos, y con los dos, hay mundo. Un mundo escrito por los dos personajes principales, Marina y José Cuauhtémoc.
¿Habita Eros la escritura o la escritura es el simulacro de ordenación del ingobernable Eros? Eros es potencia y es acto, se prepara para expulsar y encontrar la alteridad. Eros también es civilización. Eros es inconmensurable, salvajemente indeterminado, sobreviene repentinamente. ¿Qué es más salvajemente disruptivo: Tánatos o Eros? Definitivamente, Eros: éste es radical y libre, mientras que Tánatos es una fuerza destructora y hasta infértil. Empero, Arriaga nos desafía a atestiguar cómo es posible ensamblar y desensamblar la pulsión como una esfera unitaria. En efecto, a través de Salvar el fuego, nos revela cómo Eros y Tánatos, lejos de expresarse como esferas separadas, constituyen una unidad compleja y contradictoria. En ese sentido, en el devenir de la historia, contemplamos como desgarramiento al Eros que contiene a Tánatos y al Tánatos que habita en Eros, luchando por su permanencia. En todo caso, Arriaga nos muestra un cuadro de gran formato en donde las descargas pulsionales se dan en todo contexto social donde haya una communitas. El munusnos constituye y nos destituye como ligazón o desligazón social y política.
En la novela de Arriaga, las fronteras y las definiciones convencionales para Eros y Tánatos se caen a pedazos cuando se encarnan en algunos de los personajes. Eros es capaz de mostrar un ángulo brutal e irracional, mientras que Tánatos, con su fuerza virulenta, puede tener un gesto razonable. En efecto, también la estructura escritural misma de Salvar el fuegofija tres distintas tipografías: cursiva, máquina de escribir y la del narrador. En este despliegue escritural, los presos escriben en máquina de escribir; en cursiva, narra un personaje en segunda persona, mientras que el narrador omnisciente, simplemente, escribe. Estamos ante una topología del lenguaje, del que provienen los personajes y la imposibilidad de decir todo a través de la escritura, acaso solo, dejando la huella de un deseo, de la expresión de una carencia, de la agobiante falta o de una deuda impagable. Se escribe de algo, se escribe de un fragmento de la historia individual, de la infancia, de las clases sociales, del pigmento como exclusión, de la blancura como inclusión, de la pobreza, del éxito, de la frustración, del resentimiento, del valor del dinero, de la crueldad, de la nobleza, del riesgo y la resignación.
Los personajes de la historia se colocan permanentemente debajo de la amenaza del peligro, signada por la espada de Damocles. A veces, uno decide colocarse ahí; en otras, lo arrastra una férula de venganza; a veces lo empuja el riesgo de un deseo inconmensurable de que caiga sobre aquél la espada, a condición de que eso desate el fuego, que todo lo consume. Y si todo está ardiendo en llamas —la casa, el patrimonio, el matrimonio, la familia, los hijos, las amistades, el trabajo, la reputación—, ¿qué es lo que, entre el fuego, uno salvaría?
Paul Ricoeur explica que la palabra “Ananké es el nombre de una realidad sin nombre, para quien ha ‘renunciado al padre’. Es, además, el azar, la ausencia de relaciones entre las leyes de la naturaleza y nuestros deseos o nuestras ilusiones.”[iv] José Cuauhtémoc renuncia a su padre en el sentido metafórico y literal extremo de la expresión. ¿Habría una manera de pensar a José Cuauhtémoc como Ananké, retirándose de su origen, pero ineluctablemente ligado a Eros y a Tánatos? Me parece que sí. En efecto, en José Cuauhtémoc recae, durante años, una virulencia sistemática, alevosa y ventajosa contra él y toda su familia. Una violencia que se fue incubando durante la infancia y la adolescencia hasta que, en un momento, esa misma violencia se descargó hacia el exterior, implacable, tomando el camino de no retorno.
Cuando en la novela la coreógrafa Marina Longines se refiere al wabi-sabi —es decir, la apreciación japonesa de la belleza basada en la imperfección—, uno va aceptando la posibilidad de que la misma irracionalidad ética del mundo, sus consecuencias o sus efectos no deseados, a veces traen algo bueno. Marina acepta lo humano, con sus paradojas y contrasentidos. Sus coreografías voltearon hacia las palpitaciones salvajes de la vida. Eros provocó este acontecimiento, este accidente dionisíaco en medio del desastre.
Durante el recorrido de Salvar el fuego, la historia da cuenta, a mi juicio, de que la Ley simbólica o material es inoperante. La novela da cuenta, también, del desgarramiento de la Ley simbólicamente internalizada de cada uno de los personajes, aunque, indirectamente, el autor esté describiendo al México reciente en su totalidad. Asimismo, no parece haber algo en común que cohesione a la sociedad, que sea capaz de fecundar de nuevo una comunidad política. Empero, lo que recorre toda la historia es el fantasma de una figura paterna, Ceferino Huiztlic, de la que sabemos fue un ilustre mexicano, reconocido en México y en Estados Unidos por sus investigaciones sobre el mundo indígena, una figura pública luminosa, una figura privada y siniestra. Ceferino es un Tótem de bronce para la historia de México, pero, sobre todo, es un tótem familiar, erigido frente a su esposa y sus tres hijos.
Freud explica que, en la fiesta de la comida totémica, “los hermanos expulsados se reunieron un día, mataron al padre y devoraron su cadáver, poniendo así fin a la existencia de la horda paterna”.[v] Siguiendo esta idea, en Salvar el fuego, uno solo de los hermanos —el que probablemente envidia al violento y tiránico padre—, al incinerarlo en una simbólica fecha, metáfora de la devoración, se identificará con él y se apropiará de un rasgo de su fuerza. Se trata, pues, de un acto criminal y memorable, pero, en el caso de la novela, no parece vislumbrarse el punto de partida de las restricciones morales y de la religión. No hay culpa y tampoco el secreto del crimen. El otro hermano, Francisco Cuitláhuac, el día que muere su padre, simplemente firma la paz consigo mismo. Este último cita a Hemingway: “el mundo nos rompe a todos, pero luego algunos se vuelven más fuertes en las partes rotas”.[vi]
La ley no lograda del parricidio parece ser la Ley lograda de José Cuauhtémoc. En un poema que escribe, se confiesa: “Me nutro de sangre y vida. En mis entrañas galopan animales. Oigo dentro de mí el trotar de sus pezuñas. Soy ellos también. Quienes solo rumian vegetales no perciben dentro de sí el fragor de las estampidas”.[vii] En efecto, José Cuauhtémoc es su propia Ley, el anverso y el reverso, se sostiene por él mismo, pero también provoca una impresionante carga de atracción cuando lo gobierna lo animal, lo salvaje. Y quizás, la gran ironía, mientras José Cuauhtémoc escribía, más cercano se sentía a su padre, es decir, a la posibilidad de esa Ley incinerada, cuyas cenizas exportaba, simbólicamente, a través de las palabras.
Salvar el fuego es una novela potente y apasionante en la que Guillermo Arriaga nos lleva por una topología escarpada, a través de territorios y lugares extremadamente sombríos de la mente. Hay un vértigo polimorfo el cual conduce toda la historia, vértigo en el que se revuelcan el deseo, el duelo, la ironía, la pasión, el amor, la muerte, el riesgo y la crueldad. Vértigo que lo arriesga todo: el tiempo, la herencia y la responsabilidad para que, después de todo, sólo reste la expiación eterna del fuego.
[i] Roberto Esposito, Communitas. Origen y destino de la comunidad, Amorrortu, Buenos Aires, 2007, p. 34.
[ii] Cfr. Sayak Valencia, Capitalismo gore, Melusina, Santa Cruz de Tenerife, 2010.
[iii] Guillermo Arriaga, Salvar el fuego, Alfaguara, México, 2020, p. 228.
[iv] Paul Ricoeur, Freud: una interpretación de la cultura, Siglo XXI, México, 2019, p. 284.
[v] Sigmund Freud, Tótem y tabú (1912), Alianza, Madrid, 2007, p. 167.
[vi] Guillermo Arriaga, op.cit., p. 608. Esta frase figura en el libro de Ernest Hemingway, Adiós a las armas (1929), Lumen, Barcelona, 2013 [N. del E.].
[vii] Ibid., p. 220.