Ni apocalípticos ni integrados*, Cynthia Eva Szewach

[…] al hacer psicoanálisis me propongo: mantenerme vivo, mantenerme sano, mantenerme despierto […] Si el paciente no necesita análisis, hago otra cosa.

Donald Winnicott[1]

Escribo sin una pretensión de teorizar sobre asuntos que nos suceden, porque nos suceden. Si el analista es al menos dos, hay uno que está allí, en el estado de escuchar lo que se dice en un análisis, y aquel que teoriza al respecto. Hay, en acto, un escenario inédito, hoy, que habilita u obstaculiza, continúa o suspende lo que se venía dando. Se lo convierte en urgente y desamparante, o se lo mantiene en posible interrupción pasajera, se esté donde se esté trabajando, sin desconocer las diferencias de lo que implica, en estos momentos, trabajar en un Hospital, preparándose, de forma inquietante, cada vez más para esta irrupción que nos atraviesa a todxs. Además de lo que ocurre con la pandemia —el aislamiento, la cuarentena, la soledad, el temor a enfermarse—, sabemos que las vidas y los cuerpos siempre están atravesados por diversas formas de la biopolítica, gobernada por las épocas que van sufriendo, a su vez, transformaciones. Nos importa a leer nuestro compromiso en ese cruce de lenguajes. No se trata de ubicarnos —a los analistas—, como diría Umberto Eco, ni como Apocalípticos ni como Integrados en relación con la tecnología, que ya viene formando parte de nuestras vidas; se trata de que abran algo habitable y que propicie el lazo social: el psicoanálisis frente al malestar en la cultura.

Personalmente —éste es sólo un estilo de pensar la disponibilidad—, más allá de lo actual, habilito la llamada telefónica entre sesiones, en presencia, cuando hay algo que no puede esperar, o algo que quedó por decirse y vale que no se fugue, incluso de mi lado. Que la escritura —por ejemplo, en un correo o en un mensaje— lo propicie, aunque se trate del fin de semana, no es algo acomodado a los tiempos que corren. Y si está la oferta, está la demanda. Hay analistas que prefieren tener horarios o teléfonos a los que sus analizantes no accedan, como resguardo de una supuesta incondicionalidad, que sin duda traería no muy buenos efectos. Son decisiones “de estilo”, legítimas, así como otras que se juegan, como sabemos, dependiendo de cada análisis.

En el caso de las Instituciones, como un Hospital, será en ese ámbito y en sus teléfonos donde se jugará la partida. Esta amenaza de enfermedad y, por ende, de necesidad de aislamiento —que no puedan llegar hasta allí—, cambian el marco del dispositivo que, por no constituir un ritual técnico, no es rígido e inflexible. En lo que a mí respecta, como muchos otros analistas, he ofrecido la conversación telefónica a quienes así lo quieran.

Los analistas, en este caso, también estamos atravesando algo que recae en nuestros cuerpos y que nos afecta de algún modo u otro. Los pacientes se preocupan, a veces, por nosotros, y vale despejarlo o aceptarlo, o agradecerlo, no despojándolos de su lugar, que es el que importa, pues el sujeto es el efecto de sus dichos. Tenemos la ventaja —y el privilegio— de practicar un oficio que, de algún modo, puede no interrumpirse totalmente, pues tiene —para mí es así— la posibilidad de contemplar o establecer que las angustias o dificultades con el dinero —estén éstas presentes o no— no impidan continuar con el trabajo, ubicándonos, por supuesto, en cada caso. Es un momento en el que alguna forma de la pérdida, en todxs, es parte del asunto.

Tanto en lo Institucional como en lo privado, con analizantes o supervisantes, a través del teléfono, puedo tener mayor alcance en lo que escucho. Eso me ocurre a mí, sin la imagen de la pantalla, ya que esto último —la pantalla— se convierte, para mí, en algo similar a lo televisivo, o a un espejo. Sin embargo, la conversación telefónica, o la escritura de un correo —tal y como hiciera Freud en sus correspondencias—, me plantean mayor intimidad o, si se puede decir, privacidad. Evidentemente, con niños y adolescentes —o con quienes requieran vernos o verse vistos cuando sufren angustia—, algún momento de imagen puede ser imprescindible o, por lo menos, habilitante.

No se trata de una oportunidad laboral —que se produzcan este tipo de sesiones—, es una forma de encontrarnos en las situaciones, que hagan habilitar, si fuese posible, la palabra en cada análisis, o en las demandas de urgencia, o al contar un sueño. No puede ser algo impuesto —en el sentido del encuadre. Creo que es importante que los pacientes, por ejemplo, que concurren al Hospital, puedan saber que se quiere saber sobre ellos, que no los olvidan, que están, que hay presencia. Son momentos muy difíciles, y los temores, incluso esta vez, pueden estár más del lado de los psi y los médicos que están expuestos —que pueden necesitar ciertos cuidados, o que se preocupen por ellos— que de algunas personas, pacientes, que pueden resguardarse, esto, si tienen un lugar, un hogar, en el mejor de los casos, habitable. Aislados, pero no solos.

A cada neurosis, esta situación puede hacerle satisfacer, estabilizar o despertar cosas diversas. En pacientes con estructuras más lábiles, que se encuentran desanclados, también está por verse. Con los niños, es distinto. Desde ya, se trata de ayudar a sostener el juego y los rituales de lo cotidiano e incluir la variable tiempo. Esto, en algún momento, cesará. La presencia amenazante de la muerte, la enfermedad, la creencia o no en quien conduce, el impedimento de salir, tendrán diversos efectos para los niños pues, aunque la vida no es bella, el asunto es poder sostenerles las ficciones. Al llamar por teléfono sólo para ver como están, aparece un “afuera” para mediar en este “demasiado adentro”.

Muchos de los colegas —y a veces yo misma— dicen, decimos, que hay mayor cansancio atendiendo así: por teléfono o por audio, o a veces por pantalla. Es cierto, pero pienso que hay dos asuntos. Primero, una mayor cercanía al oído: se escucha a veces muy detalladamente la palabra que está sonando, los sinsentidos en la deposición de la imagen, la fuerza de la voz en tanto que perdida o no —donde aparece el decir—; y hay quizá un mayor esfuerzo por que la cosa funcione, por respetar los silencios, por hacer saber que se está ahí, por poder reír y que no sea de un Otro a otro.

Hubo, en estos días, sesiones muy fuertes con analizantes, con sueños que trajeron ejes esenciales del análisis; otros prefirieron esperar, o van acudiendo cuando la temporalidad del inconsciente los lleva hablar o a escribir. No son reglas técnicas, ¿o lo eran? Se pone en juego lo que está ocurriendo en cada transferencia con lo que del contexto ingresa, como siempre, pero esta vez es de otro apabullamiento del que se trata, uno no conocido. Por otro lado, el cansancio está ligado a ese estar subsumidos a un clima de incertidumbre, de finitud, de preocupación por nuestro país, por la manera en que se saldrá social o económicamente, la manera en que se aumentará la segregación o se producirá mayor comunidad, mayor fuerza de la amistad, aumento de la pobreza y desigualdad, mayor control social o mayor solidaridad, temas con los que todos estamos. Sin embargo, en ese instante en que escuchamos, volvemos a colocarnos en suspenso como personas: por un rato, por dos ratos, por varios ratos. Estando en el Hospital, la amenaza de que lo peor aún está por venir, acecha en la finitud que ya de por sí hay y es más agobiante. Afortunadamente, el humor, la grupalidad y algunos placeres nos salvan.

Si pantalla, si Skype, si audio, si Zoom, si teléfono, si carta… me parece un problema menor. Estemos con lo que se pueda y cada quien encontrará la posibilidad de sostener un encuentro analítico en estas circunstancias, y abrirá así la otra escena. Nuestra responsabilidad es leer lo que va ocurriendo con cada experiencia y con sus límites, así como con su invención.

El cuerpo —y su presencia—, para el psicoanálisis, no es únicamente el cuerpo que tocamos, que palpamos, que miramos; esto ya lo sabemos, pero también sabemos que no hay aquello que sustituya esa dimensión. Es otra instancia. Podemos teorizar sobre la cuestión de la presencia, pero ésta no es la persona, no es el cuerpo. El semblante no es la presencia. A veces, presencia es tomado, desde Freud, como una zona de resistencia, como la vertiente imaginaria, algo que detiene, pero también es la vertiente real, o sea, lo ininterpretable, lo que se acerca a la mancha. En ese sentido, es lo real de la función analista, lo inimaginable e imposible que relanza la causa. Lo resistencial, también a veces con angustia, es necesario que se ubique para relanzar, o quizás para interrumpir; luego está la presencia del semejante, del otro, y las presencias que aluden a los muertos. En los dispositivos tecnológicos, sin duda, estas vertientes se incluyen, pero con límites.

Si la transferencia es, esencialmente, amor —además de sujeto supuesto saber—, éste puede producirse por teléfono o por la pantalla, pero en algún momento, parece, hay que verse en persona para pasar a otra cosa, o haberse encontrado personalmente. En un análisis, estos son asuntos que también atañen a la pulsión.

Cuando despedimos a un paciente, le podemos dar la mano, o nos da la mano, débilmente o sostenida, mirando o no mirando: cada vez es diferente o cada vez insiste un detalle, un aroma, un imperceptible modo de caminar al entrar o al salir. El cuerpo es cuerpo de palabras, el cuerpo no sólo puede escucharse en el significante, aunque sea efecto de un discurso. Se agarra, se localiza perceptivamente, ingresa en el registro imaginario, que no es la imagen solamente. Estas dimensiones, en estos tiempos, algunas suspendidas, otras renovadas, otras inéditas y bienvenidas, a pesar del mal trago que transitamos, ya se retomarán, no sin los efectos de haber pasado por aquí, hoy por hoy.


*Debo estas palabras a que, de entrometida, frente a una pregunta por bibliografía sobre dispositivos tecnológicos y psicoanálisis de los Residentes del Hospital Rivadavia —donde hay gente querida y soy supervisora—, me dieron ganas de escribir unas líneas.

[1]Donald Winnicott, “Los fines del tratamiento psicoanalítico” (1962), en Los procesos de maduración y el ambiente facilitador, Paidós, Barcelona, 1992, p. 217.

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