Cuando se trabaja se está forzosamente en la más absoluta soledad. Ni se puede crear escuela, ni formar parte de una. Sólo hay un tipo de trabajo, el negro y clandestino. No obstante, se trata de una soledad extremadamente poblada. No poblada de sueños, de fantasmas, ni de proyectos, sino de encuentros. Sólo a partir del fondo de esa soledad puede hacerse cualquier tipo de encuentro.
Gilles Deleuze[i]
Fundar en soledad
El 21 de junio de 1964, Lacan, a propósito de la recién formada Escuela Freudiana de París, indicaba estar fundándola “tan solo como siempre lo [estuvo] en [su] relación con la causa psicoanalítica”.[ii] Insinuación interesante que, no obstante, no debería ser leída en un registro coloquial. ¿Por qué hablar –y desde dónde– de un acto fundacional en soledad?
La soledad, en sí, no necesariamente implica un ensimismamiento en detrimento del encuentro con el otro; la soledad misma es un otro con el que, a su vez, es necesario estar antes de toda posibilidad de estar con otros. Winnicott lo señala ya en 1958, al destacar esa “facultad” –la de estar solos– dentro del mismo consultorio como un logro. “Así, pues, la capacidad para estar solo se basa en una paradoja: estar a solas cuando otra persona se halla presente”.[iii] La soledad, en este entendido, es también un lugar, e implica un (des)posicionamiento que permite a uno habitar, paradójicamente, en y con la otredad. La soledad, así, implica también un entre que hace las veces de puente entre un sujeto y otro.
Luego entonces, no es que Lacan haya llevado a cabo este acto fundacional prescindiendo de la compañía de aquellos otros que aceptaron ser miembros de “su” Escuela. Lacan, podemos decir, funda a partir de ese lugar entre en el que, de alguna manera, habita una comunidad de deseres, sujetos en quienes el ser del deseo y el ser del saber renacen “al anudarse ambos en una cinta de borde único en que se inscribe una sola falta [la falta-en-ser, en este caso], la que el ágalma sostiene”;[iv] sujetos que, a su vez, portan la diferencia en sus decires –en sus désires– y en sus deseres.
A propósito de la función más-una
El mismo 21 de junio del ‘64, Lacan comienza a perfilar una de las formas de trabajo a partir de las cuales la Escuela Freudiana de París empezaría a funcionar. “Para la ejecución del trabajo –decía–, adoptaremos el principio de una elaboración sostenida en un pequeño grupo”.[v] Lo que él mismo designaría, posteriormente, como cártel, operaría con “tres personas como mínimo […] cinco como máximo […] MÁS UNA encargada de la selección, de la discusión y del destino que se reservará al trabajo de cada uno”.[vi]
Aquello que, de nuevo –si es que lo tomáramos en su sentido coloquial–, parecería apuntar a una persona en particular, o a una manera vertical de funcionar –la de un líder que dirige a sus subordinados–, en realidad es todo lo contrario. Pese a que, en la forma en que se encuentra redactado el Acto…, pareciera insinuarse la necesidad de la presencia de una persona que dirija ese “pequeño grupo”, lo que en realidad se pone en juego es la función que aquella representará, y hará operar –en el mejor de los casos–, valga la redundancia, en acto, propiciando la circulación de los decires, promoviendo la emergencia de uno o más saberes –no en el sentido de la adquisición o producción de un conocimiento dado– que equivalen a un hacer propio del orden de lo enigmático. Es decir, al permitir que lo real se inscriba como el eje en torno al cual circula aquella comunidad de deseres, lo que se obtiene es un saber en tanto que agujero, producto de lo que Lacan mismo llamó, en este mismo tenor, transferencia de trabajo. Es a razón de lo anterior que dice que: “La enseñanza del psicoanálisis sólo puede transmitirse de un sujeto a otro por las vías de una transferencia de trabajo”.[vii]
El 12 de abril de 1975, Pierre Martin pregunta a los presentes en las Jornadas de los cárteles de la Escuela Freudiana de París sobre el lugar que han dado a aquello que Lacan llamó más-una. A continuación, señala:
No se trata de “uno en más”, de tres más uno que hacen cuatro, de cuatro más uno que harían cinco: es “más-una” […] quedando entendido, como es dicho en el texto (no quiero abrumarlos con las lecturas de este texto, no hay más que leerlo), quedando entendido que toda jefatura y toda dirección, en el sentido de actitud magistral de alguno de los elementos de un cártel, está excluida desde el comienzo.[viii]
Luego de ser interpelados por Lacan a este respecto, y luego también de señalar que el funcionamiento de un cártel se vería, probablemente, beneficiado por el anudamiento de un “tres más uno”,[ix] Colette Soler destaca “que, en el fondo, el “más una” {le “plus une”}, no es, quizás, forzosamente una persona, por un lado y, además, tampoco es forzoso que esté ahí”.[x]
Si destacamos, fundamentalmente, estas dos indicaciones, es porque, en el caso de la primera, nos remite directamente a la teoría de nudos, pero más particularmente a la función del sinthome, aquella pieza suelta que permite al sujeto –o, en este caso, al cártel– inventar un nombre al goce, inventar un nombre a aquello que no implica un sentido definido, pero que corresponde al cuerpo en tanto que superficie hablante. Es decir, la función más-una, desde esta perspectiva, sería la de anudar los tres registros (R.S.I.) a manera de tejido, un tejido que nunca es sin agujeros. Esto, invariablemente, nos remite a lo que afirma Soler, puesto que el ejercicio de dicha función –más-una–, no implica una presencia dada, no necesita estar ahí para que algo se mueva. Es más, aunque el representante de esa función se encuentre ahí, el lugar que ocupará no es sino el de una hiancia que permita al cártel operar: decir, crear. Lo que precisa un cártel para funcionar, pues, no es la presencia, sino la presencia de una ausencia, y ese es el lugar de la función más-una.
Enigmas
Otra función de aquello que Lacan llamó más-una es la de enigma. El más-una, pues, no sirve para sostener la relación entre él y los otros miembros del cártel; en cambio, subraya el vínculo que cada uno puede tener en y con su trabajo: con lo que tiene que decir a los demás. El más-una –como antes decíamos–, entonces, hace nudo, pero a condición de que cada miembro sea efectivamente –y no sólo imaginariamente– aquello que soporta al grupo. En este entendido, no se trata de una verdad emergente, sino de un real que, simple y llanamente, acontece.
Sin embargo, el más-una implica también una nominación. Es decir, se elige a aquel o a aquella que funcionará como tal, y esto supone, para algunas Escuelas, haber hecho un tránsito previo como sujeto dentro de un cártel, lo que, en principio, restaría esa condición de real que le permite al cártel funcionar, dado que lo simbólico adquiere un peso, ahí, particular. ¿Cómo sortear este impasse?
Si partimos de la idea de que el ser solicitado/a para “ejercer” como más-una implica una nominación y, por lo tanto –en el sentido de que esa función tiene que ver con lo real–, un impasse, podemos decir también que algo del orden del fracaso se comienza a perfilar. Ahora bien, fracaso no es sinónimo de impericia, sino punto de partida: la suerte está echada (alea iacta est). Recordaremos que Lacan, en su Seminario dedicado a El acto psicoanalítico, destaca que algo de esto –del acto analítico–, se puede equiparar con aquel momento en el que Julio César decidiera atravesar las aguas del Rubicón,[xi] franqueamiento de un límite que no le estaba permitido a ningún general, dado que esto implicaba guerra, caída en la ilegalidad. Luego de atravesar, Julio César grita a sus soldados: alea iacta est, lo que indicaba, a grandes rasgos, que ya no había vuelta atrás.[xii]
La suerte está echada y, como en toda apuesta, el fracaso es lo único a lo que podemos aspirar. El hecho de que aquel o aquella que operan como el más-una lleven a cuestas una nominación (simbólica) en particular, no implica que ésta no se precipite, que se caiga de ese lugar. Así, incluso en el fracaso, algo se puede generar. Parafraseando, para ejemplo, el título del Seminario 24 de Lacan, en el fracaso del Un-desliz está el amor.
Fracasar, pues, se vuelve un punto
de partida en nuestra praxis –atravesar el Rubicón pese a las consecuencias que
esto pueda generar–, no importa si es en la experiencia del cártel o en la clínica. El fracaso es la materia prima de la que
están hechos los análisis, es decir, de imposibilidad. Fracasar, en este
entendido es, quizás, también, la función (del) más-una. Así, cuando partimos del fracaso en psicoanálisis, de alguna
manera estamos indicando una posibilidad: en
toda imposibilidad hay por lo menos una posibilidad. De esta manera, el
quehacer del analista, así como del más-una,
en términos, ya no de producir, sino de provocar, implica caminar con la
cadencia de la letra, haciéndola caer
de su pedestal para que exista un agujero en que la posibilidad vea el
nacimiento de otras letras.
[i] Gilles Deleuze & Claire Parnet, Diálogos, Pre-Textos, Valencia, 1980, pp. 10-11.
[ii] Jacques Lacan, “Acto de Fundación” (1964), en Otros Escritos, Paidós, Buenos Aires, 2012, p. 247.
[iii] Donald W. Winnicott, “La capacidad para estar a solas” (1958), en El proceso de maduración en el niño. Estudios para una teoría del desarrollo emocional, Laia, Barcelona, 1975, p. 33.
[iv] Jacques Lacan, “Proposición del 9 de octubre de 1967”, en Otros Escritos, op. cit., p. 273.
[v] Jacques Lacan, “Acto de Fundación” (1964), en Otros Escritos, op. cit., p. 247.
[vi] Ibid., pp. 247-248.
[vii] Ibid., p. 254.
[viii] Intervención de Pierre Martin, “Séance pleniere du samedi après-midi. Du “plus une”, “La fonction des cartels. Journées des cartels de l’École freudienne de Paris », Lettres de l’École freudienne, Nº 18, 1976, p. 220. Texto disponible en: http://bit.ly/2uMjGR0. [La traducción es nuestra].
[ix] Ibid., p. 221.
[x] Ibid.
[xi] Cfr. Jacques Lacan, “Clase del 10 de enero de 1968”, en El acto psicoanalítico, El Seminario (1967-1968), Libro 15, EFBA, Buenos Aires, s/f.
[xii] Cfr., a propósito de este episodio, Plutarco, Vidas Paralelas VI: Alejandro, César, Pompeyo, Agesilao, Sertorio, Éumenes, Gredos, Madrid, 2007.